Imposible no sobrecogerse ante el fascinante espectáculo visual de Timanfaya. Un lienzo de lava y montañas de colores diseñado por las entrañas de La Tierra
No había persona a quien le comentáramos que íbamos a visitar Lanzarote que no nos dijese algo del estilo de “Tenéis que visitar Timanfaya”, “Timanfaya os va a encantar”, “No os perdáis Timanfaya”, “Timanfaya es una pasada”,… Con esta previa, te puedes hacer una ligera idea de las inmensas ganas que teníamos de conocer en persona al protagonista indiscutible de la isla lanzaroteña. 😀 ¡Deseando estábamos!
Timanfaya es uno de los CACT de Lanzarote, los Centros de Arte, Cultura y Turismo que ayudan a conocer y comprender la excepcional geografía y naturaleza de la isla canaria. Desde este enlace puedes descargarte la APP CACTLanzarote en la que encontrarás una guía virtual con información útil y detallada de cada centro.
Así que nada, el primer día que amanecimos en la tierra de los volcanes, pusimos rumbo al Parque Nacional de Timanfaya. ¡Para qué esperar!
¡Hola Timanfaya!
La mañana amaneció un pelín nubladilla pero nada grave. Nuestro alojamiento estaba bastante cerca -lo cogimos con esa intención- por lo que en unos quince minutos llegamos a las inmediaciones del parque tras tomar la pseudo infinita lengua de asfalto LZ-67 que salía de la original e icónica rotonda de los camellos lanzaroteña.
¡Cómo cambió el paisaje! Nuestro alrededor continuaba siendo árido pero ahora, además, era volcánico. Negro. Mirábamos a izquierda y derecha y sólo veíamos los restos de la lava que allá por 1730 -y durante 6 largos años- escupió sin contemplación alguna el volcán. Salvando las distancias… ¡cómo nos recordaba a Islandia! 😀
Echadero de los camellos
Avanzamos unos kilómetros y vimos un amplio espacio a la izquierda de la carretera con varios autobuses y coches. Pensábamos que ahí era donde debíamos coger el bus para visitar el parque. Pero no. Esa zona es la conocida como echadero de los camellos y, además de tener disponible un punto de información, un museo del parque y aseos, es el lugar donde se contratan las típicas rutas en camello por el parque nacional.
Particularmente no nos atraen este tipo de actividades, por lo que dimos media vuelta y seguimos nuestro camino.
O madrugas o haces cola
Ya nos habían comentado que, independientemente de la época del año, si no se madruga un pelín, la cola para visitar Timanfaya está asegurada. ¡Comprobado! Llegamos como a las 11 de la mañana y ahí estaba la hilera de coches esperando avanzar conforme se fuera despejando algún hueco en el parking -situado a un par de kilómetros-. ¿Cuánto esperamos? Cerca de una hora… 🙁 Es lo que tiene no hacer caso de las recomendaciones y dejar que se te peguen las sábanas. 😛
También es cierto que la espera no se hizo para nada pesada. Al contrario. Estábamos súper entretenidas jugando con la cámara e intentando capturar los diferentes tonos y formas del asombroso lugar en el que estábamos inmersas. ¡Una chulada!
Un gran manto baldío y desolador de 200 kilómetros cuadrados que, lejos de parecernos soso o aburrido, a nosotras nos transmitía una inmensa sensación de reconforte y relajación.
En bus por la Ruta de los Volcanes de Timanfaya
Cuando llegó nuestro turno, dejamos aparcado el coche siguiendo las indicaciones de los técnicos y nos fuimos derechitas al bus que nos indicaron.
El espacio protegido tiene habilitados varios buses y dependiendo de tu nacionalidad te dirigen a uno u otro para que puedas escuchar la locución en tu idioma -en nuestro bus la pondrían en inglés, español y alemán-. 🙂
Otra opción es hacerte con un bono en cualquiera de los CACT para visitar 3, 4 o 6 centros. En este enlace tienes toda la info.
Instantes después, el bus se puso en marcha y no tardamos ni dos minutos en quedarnos pasmadas. 😀 El gran ventanal nos permitía observar en detalle la lava petrificada tras haber adoptado mil formas mientras se retorcía en su descenso ladera abajo. ¡Nos pareció chulísimo!
¿Habíamos viajado a Marte? ¿A la Luna quizás? No, “tan sólo” recorríamos el corazón, ahora tranquilo, de la que fue la mayor demostración, en la historia de las Islas Canarias, de lo devastadora que puede llegar a ser la Madre Naturaleza.
Intentábamos hacernos una idea -aunque muy torpemente- de la impotencia que tuvieron que sentir los vecinos de aquella época al ver al gigante llorar fuego día y noche durante seis años… ¡Tuvo que ser estremecedor! 🙁 Ojalá semejante desastre natural no vuelva a repetirse nunca…
A fin de que pudiéramos deleitarnos a base de bien, el conductor se detenía en ciertas ubicaciones estratégicas. Por supuesto, todos aprovechábamos esos momentos para sacar cuantas cámaras llevásemos y hacer decenas de fotos.
No era para menos. Los diferentes materiales que salieron del interior de la tierra años atrás pintaron a su antojo todo lo que encontraron a su paso creando, con ello, un bellísimo y muy fotogénico lienzo del que nos resultaba casi imposible apartar la mirada. Realmente alucinante.
Por cierto, un mayúsculo aplauso para los conductores profesionales que día tras día recorren las estrechísimas y serpenteantes carreteras que recorren las Montañas del Fuego. De verdad que a veces no dábamos crédito de la pericia que se gastaban. ¡Qué cracks! 🙂
Una carretera que, por cierto, fue pensada y diseñada por Jesús Soto -majorero de nacimiento e hijo adoptivo de Lanzarote-, un mago de la luz y fiel defensor de la simbiosis Arte-Naturaleza que trabajó junto a César Manrique en los diferentes CACT de la isla.
Aunque pueda parecer un terreno muerto y sin vida, nada más lejos de la realidad. En Timanfaya habitan numerosas formas de vida. Como curiosidad, y según nos narró la voz de la locución, el animal más grande es un ave carroñera que nidifica en algunos de los cráteres de las Montañas del Fuego y el más pequeño mide menos de 1 milímetro de longitud.
A pesar de que hemos intentado capturar la belleza del Parque Nacional de Timanfaya para mostrártela lo mejor posible, te aseguramos que nada es comparable con visitarlo in situ. ¡La experiencia no la vamos a olvidar en la vida!
Y es que, imagínate por un instante sentado cómodamente en el asiento de un bus, con la frente rozando el enorme cristal de la ventana mientras contemplas paisajísticas en las que el tiempo parece haberse detenido. Y de fondo, una voz profunda describiéndote datos históricos, a rato escalofriantes, a ratos curiosos y sorprendentes. ¿Te haces una idea de lo especial que fue? 😀
Asados a 300 grados de temperatura
Tras algo más de media hora regresamos al punto de origen. Jooooo, se nos había hecho cortísimo. De haber estado en un concierto hubiéramos jaleado eso de “¡otra, otra!” pero nada, aquí no nos valía, jejeje.
Eso sí, llegamos a tiempo para presenciar cómo una técnica del parque nos demostraba el fenómeno de los géiseres. ¡Suerte la nuestra! 😛
¿Y aquí acaba todo? Pues no, aún nos quedaba otra sorpresita, el restaurante El Diablo -en cuyo diseño mucho tuvo que ver el artista lanzaroteño César Manrique-. ¿Y qué tiene de especial? Pues, además de unas fabulosísimas panorámicas de las Montañas del Fuego, la posibilidad de zamparte un plato de carne o pescado asado con el calor de ¡atención! los 300º que emanan del núcleo de nuestro planeta. ¿Mola, verdad?
¡Ojo! Muchísimo cuidado cuando te acerques a observar cómo se asa la comida porque la temperatura no es ninguna broma…
Nos hubiéramos quedado a comer ahí pero lo cierto es que aún era algo temprano y no teníamos apetito. De todas formas, aquí tienes la carta -con fecha septiembre de 2019- por si te apetece. Como ves, los precios son más que razonables. 🙂